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Alonso Licerio, Pasión por el Grabado

  • Foto del escritor: redcomarcamx
    redcomarcamx
  • 15 ago
  • 3 Min. de lectura

Nació en Lerdo, Durango, e inspirado por el arte que veía en casa pronto se convirtió en creador. Le tocó coincidir con la época dorada de los grandes nombres del muralismo mexicano y de ellos aprendió. Alonso Licerio regresó años más tarde a la Comarca Lagunera, y su pasión por el grabado le brindó la voluntad de compartir su arte con otros a los que enseñó. Esta es parte de su historia.


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En Lerdo, Durango, a mediados del siglo XX, el pequeño Alonso Licerio pasaba las tardes observando los cuadros y grabados que colgaban en casa. No sabía que esas imágenes marcarían el rumbo de su vida, pero sí intuía que el arte era una forma distinta de mirar el mundo. “De niño copiaba lo que veía, aunque fueran manchas de color. Era como tratar de descifrar un lenguaje que todavía no conocía”, recordaba en una entrevista.



Tenía apenas 12 años cuando sus padres decidieron mudarse a la Ciudad de México. Para Alonso, aquel viaje representó dejar atrás la calma provinciana y sumergirse en una capital convulsa, llena de ruido, pero también de posibilidades. Fue ahí donde logró ingresar a la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda”, la más prestigiosa del país. Entre caballetes, maestros exigentes y compañeros talentosos, Licerio empezó a trazar un camino que lo vincularía para siempre con la plástica mexicana.


México vivía entonces la época dorada del muralismo. Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco transformaban paredes en manifiestos sociales. Licerio, adolescente aún, absorbió esa energía como quien recibe una herencia no escrita. “No era sólo ver murales; era sentir que el arte podía cambiar a la gente, que podía contar historias colectivas”, comentaba a sus alumnos años más tarde. El joven Alonso experimentó con diversas técnicas, pero fue el grabado el que lo conquistó: directo, duro, irreversible. “El grabado es huella y resistencia, es memoria”, solía decir.


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Pese a que su trayectoria comenzaba a abrirse paso en la capital, Alonso tomó una decisión que desconcertó a muchos colegas: regresar a la Comarca Lagunera. No lo hizo por nostalgia, sino por convicción. En Lerdo y Torreón fundó talleres de grabado donde lo importante no era exhibir, sino enseñar. Convencido de que el arte debía sembrarse en comunidad, abrió sus puertas a jóvenes con curiosidad y hambre de aprender.



Su taller pronto se volvió un semillero. Entre rodillos manchados de tinta y planchas de metal, los estudiantes encontraban no solo una técnica, sino un sentido. “Don Alonso te enseñaba a grabar, pero también a mirar. Nos decía que cada línea debía tener intención, como la vida misma”, recuerda Rosa María Hernández, una de sus alumnas que hoy expone en galerías de Monterrey y Guadalajara. Para otros, el taller fue refugio y punto de partida. “Él nos hacía sentir que el arte no era ajeno a la Comarca. Nos enseñó a creer que también desde aquí se podía crear algo grande”, afirma Eduardo Villarreal, hoy profesor de artes visuales.


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Aunque su obra forma parte de colecciones privadas y murales comunitarios, Licerio siempre prefirió destacar a sus estudiantes. “El maestro se veía reflejado en sus pupilos; para él, que nosotros siguiéramos creando era la verdadera exposición”, cuenta Luis Alberto González, otro de sus discípulos. La Comarca Lagunera reconoce en Alonso Licerio a un creador que, pudiendo quedarse en los círculos artísticos de la capital, eligió regresar a su tierra para sembrar futuro.


Del niño que copiaba manchas de color en Lerdo, al adolescente que ingresó a La Esmeralda; del joven que se nutrió de los muralistas, al maestro que convirtió un taller en escuela de vida. La historia de Alonso Licerio es la de un círculo que se completa con generosidad. En cada trazo, en cada plancha y en cada alumno formado, permanece su legado: la certeza de que el arte no se guarda, se comparte.

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