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El lado oscuro del bienestar: ¿dinero de la extorsión en los programas sociales de México?

  • Foto del escritor: redcomarcamx
    redcomarcamx
  • 28 ago
  • 35 Min. de lectura


¿Y si detrás de los programas de un gobierno en quiebra, estuviera el crimen?
¿Y si detrás de los programas de un gobierno en quiebra, estuviera el crimen?

Índice General

El lado oscuro del bienestar: narcotráfico, lavado y programas sociales en México


Prólogo

  • El dinero que nadie quiere rastrear

  • La escena del cajero: el Estado reparte, el narco cobra

  • La pregunta incómoda


Capítulo I: El país del déficit eterno

  • Pemex: la petrolera más endeudada del mundo

  • CFE y el sector salud: gigantes quebrados

  • El gasto social que nunca falla

  • Déficit, deuda y la paradoja del bienestar


Capítulo II: Herencia maldita – los capos que financiaron política

  • El PRI y los capos de Guadalajara en los 80

  • El ascenso del Cártel de Sinaloa

  • Los noventa: pactos y traiciones

  • El nuevo milenio y la era de las extradiciones

  • La caída del Chapo, el desgaste del Mayo

  • El vacío financiero que dejaron los viejos capos


Capítulo III: El nuevo mapa criminal – fragmentación y guerra total

  • De monopolio a mosaico: el fin del orden sinaloense

  • El ascenso brutal del CJNG

  • Los Chapitos: poder frágil y presión de EE. UU.

  • Los Mayos: la vieja guardia debilitada

  • Territorios en disputa: la guerra sin árbitro

  • La Comarca Lagunera como laboratorio


Capítulo IV: Los Cabrera Sarabia y el laboratorio de la Comarca Lagunera

  • Origen de la familia criminal

  • Métodos de control: miedo y extorsión

  • Empresas fachada y contratos públicos

  • La sombra sobre el gobierno de Durango

  • ¿Miedo o complicidad?


Capítulo V: El mecanismo del lavado invisible

  • Del cobro de piso a la licitación pública

  • Constructoras fantasma y contratos inflados

  • El Estado como lavadora

  • Antecedentes: el caso Veracruz

  • El ciclo perverso: del narco al bienestar


Capítulo VI: Programas sociales bajo control criminal

  • Beneficiarios que nunca cobran completo

  • Jóvenes becados, jóvenes reclutados

  • Madres solteras y la cuota obligada

  • Control territorial y padrones manipulados

  • El espejo colombiano: FARC y recursos sociales

  • El doble poder sobre los beneficiarios


Capítulo VII: El silencio de los gobiernos locales

  • El miedo de alcaldes y gobernadores

  • La complicidad disfrazada de gobernabilidad

  • El caso Durango: un secreto a voces

  • Policía local: autoridad capturada

  • La simulación del Estado

  • El costo del silencio


Capítulo VIII: La política social como estrategia electoral

  • Del PRI a la 4T: clientelismo histórico

  • El nuevo asistencialismo como pilar político

  • Adelantos estratégicos en campañas

  • Operadores de padrones y vínculos con el narco

  • Del bienestar al voto condicionado

  • El costo oculto de la dependencia


Capítulo IX: El costo geopolítico

  • Washington y su doble discurso

  • Programas sociales como muro migratorio

  • La tolerancia selectiva frente a cárteles regionales

  • La agenda bilateral bajo la mesa

  • El bienestar como moneda diplomática

  • La frontera como línea de negociación


Capítulo X: El lado oscuro del bienestar

  • El Estado quebrado, el asistencialismo intacto

  • La herencia narco en la política

  • El ciclo perverso del lavado

  • Programas sociales bajo secuestro

  • El silencio de los gobiernos locales

  • La paradoja del voto financiado por el miedo


Epílogo: México, rehén de su propio sistema

  • La escena espejo: del cajero a la plaza pública

  • El doble poder en territorios dominados

  • El pacto tácito con Estados Unidos

  • La gran pregunta abierta


Introducción

Del autor al lector

Este libro nace de una contradicción que me perseguía cada vez que revisaba los números de México: ¿cómo es posible que un Estado endeudado, que no logra pagar a sus proveedores, que mantiene hospitales desabastecidos y empresas públicas al borde de la quiebra, pueda financiar una política social tan vasta, tan puntual y tan expansiva?

La respuesta oficial siempre es la misma: austeridad, combate a la corrupción, disciplina fiscal. Pero las cifras no alcanzan. Y cuando las cifras no alcanzan, el periodismo debe preguntarse lo que el poder evita: ¿de dónde proviene el dinero?


México es un país donde las sombras del narcotráfico no solo atraviesan la economía informal, sino también los circuitos de la política y del Estado. La historia reciente muestra cómo capos financiaron campañas, pactaron con gobiernos y se infiltraron en estructuras de poder. Hoy, con esos viejos capos debilitados o encarcelados, nuevas células regionales ocupan el vacío, fragmentando el mapa criminal y multiplicando los pactos locales.

Este libro no busca dar respuestas absolutas, porque en un terreno tan opaco sería irresponsable afirmarlas. Lo que busca es plantear hipótesis fundadas, narrar escenas cotidianas, recopilar testimonios y poner en contexto lo que el discurso oficial silencia.


El lector encontrará aquí un recorrido que mezcla economía, política y crimen organizado. Desde los pasivos imposibles de Pemex hasta las filas en un cajero de la Comarca Lagunera; desde las declaraciones de capos en tribunales de Estados Unidos hasta los rumores en pasillos políticos de Durango. Todo forma parte de una misma pregunta central:

¿es posible que el dinero del crimen, tras lavarse y reciclarse, termine alimentando la política social que hoy sostiene al país?


La respuesta no es sencilla. Quizá nunca la tengamos en cifras exactas. Pero las señales son demasiado fuertes para ignorarlas.


Este libro debe leerse como lo que es: un reportaje de largo aliento, un espejo incómodo que refleja un México atrapado entre dos realidades. Un Estado que reparte bienestar y un crimen que cobra impuestos sobre ese bienestar.


Lo escribo no para dar certezas, sino para invitar a la duda. Porque a veces, en un país como el nuestro, dudar es el primer acto de resistencia.


Prólogo: El dinero que nadie quiere rastrear


Es viernes de pago en Gómez Palacio, Durango. Afuera de un cajero automático, una fila de adultos mayores espera su turno para retirar la pensión que el gobierno les deposita cada dos meses. La escena parece una postal de la política social mexicana: ancianos con sombrero, mujeres con bolsas de mandado, jóvenes acompañando a sus abuelos.

Pero al final de la fila, bajo la sombra de un árbol, dos hombres observan con calma. No tienen prisa. Tampoco hacen fila. Saben a qué vienen.


Don Jaime, campesino jubilado, cobra sus tres mil pesos en efectivo y guarda el dinero en la bolsa de su camisa. Apenas camina unos metros cuando uno de los hombres se acerca y, con una sonrisa forzada, le pide “la cooperación de siempre”. Don Jaime entrega dos billetes de quinientos sin discutir. Es la cuota obligada: el impuesto del narco sobre el dinero del Estado.


Esa escena se repite, silenciosa, en decenas de pueblos y ciudades del norte de México. El gobierno presume que cumple con su misión de repartir bienestar. Los cárteles se encargan de recordar que ese bienestar no es gratuito.


La paradoja es brutal: un país que no tiene dinero para pagar medicinas en hospitales ni saldar la deuda de Pemex, sí lo tiene para expandir una política social que llega a millones de beneficiarios. Los números no cuadran. Y cuando los números no cuadran, alguien más está poniendo el dinero.


Durante décadas, capos como Joaquín El Chapo Guzmán e Ismael El Mayo Zambada fueron señalados como financiadores ocultos de campañas y protectores de gobiernos. Hoy, uno está preso en Estados Unidos y el otro debilitado por la edad. Sus herederos, acosados por la DEA, ya no tienen la misma capacidad de lubricar el sistema político.

En su lugar, decenas de células locales han tomado protagonismo. Una de ellas, los Cabrera Sarabia, domina la Comarca Lagunera con una mezcla de extorsión, empresas fachada y sospechosos vínculos con el poder político estatal.


Este libro–reportaje nace de una pregunta incómoda:¿Es posible que el dinero de la extorsión y el narcotráfico, tras lavarse en empresas fachada y contratos públicos, termine alimentando indirectamente los programas sociales que el gobierno presume como su mayor logro?


La respuesta oficial es un silencio cargado de discursos triunfalistas. La respuesta en la calle es otra: los beneficiarios saben que, en muchos lugares, el narco decide cuánto se queda de su apoyo, quién lo cobra y quién se queda fuera.


Aquí se reconstruye esa historia a través de testimonios, antecedentes históricos y análisis económico. No es un relato de conspiraciones fantasiosas, sino de indicios concretos, de escenas cotidianas que revelan la fragilidad del Estado mexicano y la fuerza de los poderes paralelos.

El “bienestar” existe, sí. Pero bajo su superficie corre un río turbio de dinero que nadie quiere rastrear.


Capítulo I: El país del déficit eterno


En México, los números nunca terminan de cuadrar. El discurso oficial insiste en que la nación es “financieramente sana”, pero los informes de deuda, los reclamos de proveedores y las quejas de empresarios pintan un panorama distinto: un país que gasta más de lo que ingresa y que, aun así, mantiene un esquema de programas sociales en expansión constante.


Pemex: la petrolera más endeudada del mundo


Petróleos Mexicanos debería ser el pulmón económico del país, pero se ha convertido en un lastre. Con pasivos que superan los cien mil millones de dólares, Pemex es hoy la petrolera más endeudada del planeta. Sus proveedores —desde pequeñas compañías de transporte hasta grandes constructoras— denuncian retrasos de meses, incluso años, en los pagos. Algunos han optado por retirarse de los contratos, incapaces de sobrevivir a la asfixia financiera.


En Tabasco, un contratista local lo resume con una mezcla de resignación y enojo:“Pemex nos debe más de seis meses de trabajo. No es que no tengan dinero, es que lo destinan a otra cosa. El gobierno prioriza repartir efectivo antes que pagar lo que debe.”



El sector salud en crisis


La misma situación se repite en hospitales públicos. Farmacéuticas mexicanas y extranjeras han denunciado que la Secretaría de Salud acumula deudas multimillonarias por el suministro de medicinas. La falta de pago ha provocado desabasto crónico en varios estados. En contraste, los programas sociales nunca se retrasan: los depósitos llegan puntualmente a millones de beneficiarios.


Un médico del IMSS en Veracruz cuenta:“Aquí no tenemos insulina para los pacientes, pero en la misma colonia los jóvenes presumen que ya les cayó la beca del gobierno. Es una contradicción brutal: no hay dinero para medicinas, pero sí para regalar efectivo.”


CFE: otra empresa quebrada


La Comisión Federal de Electricidad también arrastra deudas colosales con contratistas de energía y proveedores de infraestructura. Sus finanzas están en números rojos desde hace años, y aun así mantiene subsidios generalizados a tarifas eléctricas, otro gasto social disfrazado.


El gasto social que nunca falta


Mientras las empresas del Estado agonizan y los proveedores esperan pagos que nunca llegan, los programas sociales se multiplican. En 2024, el gobierno federal destinó más de 600 mil millones de pesos a este rubro, una cifra récord. Los depósitos de las pensiones para adultos mayores, las becas Benito Juárez y los apoyos a madres solteras llegan puntualmente cada mes.

¿Cómo es posible que un Estado quebrado tenga dinero ilimitado para repartir?


Déficit y deuda: el otro lado del bienestar


La respuesta oficial es sencilla: austeridad, combate a la corrupción y disciplina fiscal. Pero los números cuentan otra historia. El déficit público ha alcanzado niveles históricos, y la deuda interna se ha disparado en los últimos años.

Economistas críticos sostienen que el gasto social se sostiene gracias a deuda pública y a una ingeniería financiera que posterga pagos clave —a proveedores, a contratistas, a hospitales— para liberar liquidez inmediata.

El problema es que esta estrategia genera un doble costo: por un lado, destruye la confianza de empresarios y proveedores; por otro, alimenta sospechas sobre fuentes de financiamiento alternativas que no aparecen en los balances oficiales.


El punto de quiebre


México es un país que parece caminar sobre dos realidades:

  • Una oficial, donde los programas sociales se presentan como la gran conquista de un gobierno que reparte bienestar en cada rincón.

  • Y otra oculta, donde los proveedores quebrados, las farmacéuticas impagas y los contratistas en huelga de pagos revelan la fragilidad del modelo.

La paradoja es tan evidente que se vuelve la semilla de la sospecha:¿de dónde proviene realmente el dinero que sostiene el motor social del gobierno?


Esa es la pregunta que abre la puerta a hipótesis más inquietantes: si los ingresos formales no alcanzan, si la deuda se dispara y si los programas no fallan, ¿qué otras fuentes de recursos están alimentando la maquinaria del bienestar?


Capítulo II: Herencia maldita – los capos que financiaron política


En México, la política y el narcotráfico no han sido universos separados. Durante décadas, sus caminos se entrelazaron en pactos tácitos, financiamientos oscuros y convenios de impunidad que garantizaron estabilidad para ambos lados: gobernabilidad para el Estado, y libertad operativa para los cárteles.


Los años ochenta: el PRI y los capos de Guadalajara


La primera gran evidencia de esa simbiosis surgió en los años ochenta. El entonces todopoderoso Partido Revolucionario Institucional (PRI) gobernaba un país donde la economía se desmoronaba, y el narcotráfico comenzaba a consolidarse como una industria multimillonaria.


El Cártel de Guadalajara, encabezado por Miguel Ángel Félix Gallardo, Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca, se convirtió en socio de facto del poder político. Los testimonios de la época revelan que los capos aportaban recursos a campañas locales y nacionales, mientras recibían protección judicial y policial.


Un exfuncionario priista, entrevistado años después bajo anonimato, lo explicó sin rodeos:“Era un intercambio simple. Ellos necesitaban operar sin que los molestaran; nosotros necesitábamos dinero para elecciones. No había moral, había pragmatismo.”


El surgimiento del Cártel de Sinaloa


Tras la caída de Félix Gallardo en 1989, sus herederos dividieron el territorio. Joaquín El Chapo Guzmán, Ismael El Mayo Zambada y los hermanos Arellano Félix emergieron como los nuevos protagonistas. Fue entonces cuando comenzó la expansión del Cártel de Sinaloa.

En esos años, los flujos de dinero ilícito se mezclaron con los circuitos políticos de estados clave como Sinaloa, Durango, Chihuahua y Baja California. Los capos no solo financiaban campañas; colocaban a familiares en alcaldías, controlaban policías locales y definían quién podía ganar elecciones municipales.


Los noventa: un narco Estado en ciernes


Con la transición a la democracia y el debilitamiento del PRI, el papel del narcotráfico como financiador político se volvió aún más evidente. Investigaciones de la DEA señalaban que Guzmán y Zambada tenían influencia en estructuras partidistas de distintos colores, incluyendo partidos opositores que buscaban ganar terreno electoral.

Un empresario sinaloense recuerda:“Aquí, todos sabían que si querías hacer campaña, tarde o temprano ibas a tocar la puerta de alguien del narco. Si no aceptabas el apoyo, no tenías recursos; si lo aceptabas, quedabas marcado.”


El nuevo milenio: pactos y traiciones


Con el cambio de siglo y la alternancia en el poder, las relaciones no desaparecieron. Por el contrario, se transformaron. Los gobiernos panistas prometieron mano dura, pero múltiples testimonios apuntan a que se establecieron nuevos acuerdos de protección con facciones específicas.


El caso más emblemático fue el juicio de El Chapo en Nueva York. Durante el proceso, testigos protegidos declararon que Guzmán y Zambada habían financiado campañas políticas a cambio de protección. Aunque los nombres de los beneficiarios quedaron en la ambigüedad, el mensaje fue claro: el narco no solo compraba armas y rutas, también compraba legitimidad política.



El declive de los viejos capos


Hoy, la herencia de esos pactos se siente en la política mexicana. Guzmán Loera cumple cadena perpetua en Estados Unidos. El Mayo Zambada, enfermo y envejecido, ve cómo sus hijos se entregan a las autoridades norteamericanas y colaboran con la justicia a cambio de reducciones de condena.


El relevo recayó en los llamados Chapitos, hijos del Chapo, entre ellos Ovidio Guzmán, conocido como El Ratón. Su captura en 2023 fue interpretada no solo como un golpe al narcotráfico, sino como un mensaje geopolítico: Estados Unidos exigía control sobre la nueva generación.


Un vacío peligroso


Con los viejos financiadores fuera de juego, la política mexicana enfrenta un dilema: ¿quién sostiene hoy las estructuras clientelares y los programas sociales de un gobierno que gasta sin freno pese al déficit?

El narcotráfico sigue siendo una industria multimillonaria. La diferencia es que ahora está fragmentada en decenas de grupos, más violentos y menos centralizados. Esa pulverización abre la puerta a nuevos pactos locales, más opacos, más difíciles de rastrear.

Un investigador de seguridad lo advierte:“Antes había dos o tres capos que ponían dinero en campañas. Hoy, en cada región, hay un grupo dispuesto a financiar políticos a cambio de impunidad. El sistema ya no depende de un Chapo o un Mayo, depende de cien pequeños capos que dominan territorios.”


Capítulo III: El nuevo mapa criminal – fragmentación y guerra total


La captura de Joaquín El Chapo Guzmán en 2016 y su extradición a Estados Unidos en 2017 marcaron un antes y un después en la estructura del narcotráfico mexicano. Lo que parecía una victoria definitiva contra el crimen organizado se convirtió en el inicio de una guerra interna que hoy tiene al país sumido en la violencia más cruda de su historia reciente.


Del monopolio a la fragmentación


Durante décadas, el Cártel de Sinaloa funcionó como una maquinaria estable, capaz de coordinar a decenas de células bajo un mando central. Guzmán Loera e Ismael El Mayo Zambada imponían disciplina, mediaban conflictos y mantenían una relativa “paz criminal” dentro del cártel.


Con la caída del Chapo y el debilitamiento de Zambada, esa cohesión se rompió. Lo que quedó fue un mosaico de facciones en pugna, cada una disputando territorios, rutas y, sobre todo, acceso al negocio más rentable del siglo XXI: el fentanilo.


El ascenso del CJNG


A la par, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), liderado por Nemesio Oseguera, El Mencho, aprovechó la crisis de Sinaloa para expandirse. Con una brutalidad sin precedentes, el CJNG avanzó sobre Michoacán, Guanajuato, Veracruz, Zacatecas, Baja California y partes de la frontera norte.


Su estrategia fue clara: reclutamiento masivo, despliegue de armamento pesado y control territorial basado en el terror. Allí donde llegaba, imponía su ley con ejecuciones públicas, narcomantas y atentados contra autoridades.


En menos de una década, el CJNG pasó de ser un cártel regional a convertirse en la organización criminal más violenta y expansiva del continente.


Los herederos del Chapo: los “Chapitos”


En paralelo, los hijos de Guzmán —Iván Archivaldo, Alfredo, Joaquín y Ovidio, conocidos como Los Chapitos— intentaron consolidar su poder en Sinaloa. Con menos experiencia que su padre y bajo el acecho constante de Estados Unidos, su liderazgo fue cuestionado desde el inicio.


En 2019, la llamada “Batalla de Culiacán” evidenció tanto su poder como su fragilidad. Tras la captura de Ovidio Guzmán, cientos de sicarios sitiaron la ciudad y obligaron al gobierno federal a liberarlo. Aquella jornada dejó claro que los Chapitos podían desafiar al Estado, pero también que su poder dependía de la violencia inmediata, no de acuerdos políticos duraderos.


La recaptura de Ovidio en 2023, esta vez con apoyo estadounidense, cerró un ciclo: los Chapitos estaban bajo presión directa y la fragmentación del cártel se aceleraba.


Los “Mayos” y las viejas estructuras


Mientras tanto, la facción de El Mayo Zambada intentaba mantener la cohesión, apoyada en operadores con experiencia y viejas redes de complicidad. Pero la avanzada edad de su líder y la entrega de varios de sus hijos a las autoridades norteamericanas debilitaron al grupo.

La pugna entre Chapitos y Mayos no solo fracturó al Cártel de Sinaloa; abrió espacios para que nuevas células emergieran en estados antes dominados por un solo mando.


Territorios en disputa: la violencia que no cede


La guerra entre CJNG y los remanentes de Sinaloa convirtió al país en un campo de batalla. Zacatecas, Guanajuato, Michoacán, Sonora, Durango y Baja California registraron niveles históricos de violencia.

En cada región, células locales se aliaron temporalmente con uno u otro grupo, según conveniencia. La lealtad dejó de ser un valor; el pragmatismo criminal se impuso.


La Comarca Lagunera: un caso de laboratorio


La zona conocida como Comarca Lagunera —que abarca municipios de Durango y Coahuila— se transformó en un microcosmos de esta guerra. Allí, el grupo Cabrera Sarabia emergió como poder dominante, aprovechando la debilidad de Sinaloa y el limitado avance del CJNG.


Con base en Durango, los Cabrera Sarabia consolidaron el control mediante extorsión, cobro de piso y violencia selectiva. Empresarios, comerciantes y transportistas quedaron bajo su dominio. Pero lo más inquietante fue su relación con la política local.

En corrillos políticos se afirma que este grupo tuvo influencia en las elecciones estatales y que el actual gobierno de Durango llegó al poder gracias a su visto bueno. Nadie lo dice en público, pero en voz baja es un secreto a gritos: “Aquí no se mueve nada sin los Cabrera.”


La lógica del nuevo narco


A diferencia de los viejos capos, los nuevos grupos no buscan construir imperios internacionales. Su prioridad es el control local: ciudades, municipios, regiones enteras donde imponen reglas y participan directamente en economías lícitas e ilícitas.

Ese cambio de lógica hace que la política regional sea aún más vulnerable. Si antes se pactaba con uno o dos grandes capos, hoy hay que pactar con decenas de grupos pequeños, cada uno con poder real en su territorio.


Una guerra sin árbitro


México pasó de tener un “árbitro criminal” —el Cártel de Sinaloa en su apogeo— a un escenario de guerra sin centro de mando.

El CJNG avanza con fuerza, pero genera resistencias en cada región. Los Chapitos y los Mayos luchan por sobrevivir, pero ya no imponen orden. Y en medio, grupos locales como los Cabrera Sarabia aprovechan la fragmentación para convertirse en actores de poder político y económico.


El resultado es un país donde la violencia es endémica y la relación entre crimen y gobierno es más compleja que nunca. Un escenario en el que la posibilidad de que dinero ilícito llegue al financiamiento público ya no parece una teoría descabellada, sino una consecuencia lógica de la descomposición.



Capítulo IV: Los Cabrera Sarabia y el laboratorio de la Comarca Lagunera


En el corazón del norte de México, donde el desierto se mezcla con tierras agrícolas fértiles, la Comarca Lagunera se ha convertido en un escenario clave de la nueva criminalidad mexicana. Este territorio, que abarca municipios de Durango y Coahuila, ha sido históricamente un punto estratégico para el narcotráfico: corredor hacia la frontera, tierra de cultivo y nodo de transportes.


En esta región, un grupo emergente ha tomado protagonismo: los Cabrera Sarabia.


El origen del grupo


Los Cabrera Sarabia son una familia ligada desde hace décadas al narcotráfico en Durango. Surgieron como una célula vinculada al Cártel de Sinaloa, operando como brazo armado y logístico en la región.


Con la fragmentación del cártel tras la caída del Chapo Guzmán, este grupo dejó de ser un “aliado subordinado” y comenzó a funcionar con independencia. Hoy controlan extorsión, trasiego de droga, cobro de piso y, sobre todo, el territorio.


Su poder no se limita a la violencia. Han desarrollado un entramado económico en el que participan como “inversores” en constructoras locales, gasolineras y comercios, lavando dinero mediante negocios aparentemente legítimos.


Métodos de control: miedo y extorsión


En la Comarca Lagunera, empresarios y comerciantes conocen bien la regla: quien quiera operar debe pagar. Los testimonios recogidos en Gómez Palacio, Lerdo y Torreón coinciden: el cobro de piso no es opcional.

Un empresario de transporte lo explica en voz baja:“Aquí no trabajas si no pagas. Y si pagas, el trato es que no te van a molestar. El problema es que ese dinero no se queda en la calle, se mueve hacia arriba, a través de negocios que todos sabemos que tienen contratos con el gobierno.”

El miedo es palpable. Muchos prefieren cerrar sus negocios antes que convertirse en tributarios permanentes del crimen.


Relaciones con la política local


Lo más inquietante es la presunta relación del grupo con el poder político en Durango. En corrillos locales se asegura que los Cabrera Sarabia jugaron un papel en las elecciones estatales recientes.


Un exfuncionario estatal afirma bajo condición de anonimato:“Ellos definieron qué candidato tenía vía libre. Y una vez que el gobernador llegó al poder, lo único que tuvo que hacer fue no estorbar.”

Esa versión coincide con la percepción de analistas de seguridad: en regiones como Durango, los grupos criminales no necesitan tener un narco–gobierno explícito. Basta con garantizar que quien gobierne lo haga bajo su sombra.


Empresas fachada y contratos públicos


Los Cabrera Sarabia han aprendido a moverse en el terreno de la economía formal. Varias empresas locales, que a simple vista parecen constructoras, proveedoras de insumos o contratistas menores, son señaladas de estar ligadas al grupo.

La sospecha es que a través de estas compañías reciben contratos inflados, lavan dinero y lo reinsertan en la economía formal. Parte de esos recursos terminan en presupuestos estatales y municipales, y, según denuncias extraoficiales, se vinculan con el financiamiento de programas sociales.


Así, el ciclo se cierra: el dinero de la extorsión alimenta empresas fantasma, esas empresas reciben contratos del gobierno y el dinero regresa “limpio” para alimentar la política social.


La complicidad o el miedo


La gran pregunta es si las autoridades locales actúan por complicidad o por miedo.

  • Complicidad: aceptar el financiamiento del grupo a cambio de protección electoral.

  • Miedo: dejarles operar porque enfrentarlos significaría una guerra imposible de ganar.

En cualquiera de los dos casos, el resultado es el mismo: un grupo criminal que no solo controla la calle, sino también influye en la economía y la política regional.


El laboratorio del futuro


La Comarca Lagunera es más que un caso local: es un laboratorio de lo que podría ser el futuro del narcotráfico en México.

Los Cabrera Sarabia encarnan el modelo del nuevo crimen organizado:

  • Menos internacional, más local.

  • Menos enfocado en exportar droga, más en controlar territorios.

  • Menos interesado en negociar con el poder central, más en dominar gobiernos regionales.

En esta lógica, no necesitan un “Chapo” ni un “Mayo” que negocien con presidentes. Les basta con un gobernador que cierre los ojos y un grupo de empresarios que acepten la regla del juego.


Los Cabrera Sarabia son el símbolo de un nuevo tiempo. En un país fragmentado, con un gobierno federal quebrado pero con programas sociales boyantes, grupos como éste encuentran la manera de insertarse en el sistema.

La pregunta ya no es si hay complicidad entre crimen y política, sino hasta qué punto esa complicidad alimenta el corazón mismo de la política social mexicana.



Capítulo V: El mecanismo del lavado invisible


Cuando se habla de narcotráfico, la atención suele centrarse en la violencia: ejecuciones, enfrentamientos, desapariciones. Pero la verdadera fortaleza de los cárteles no está en las armas, sino en su capacidad de convertir dinero sucio en capital legítimo. Sin ese proceso —el lavado de dinero—, el crimen organizado sería solo un grupo de matones con fajos de billetes imposibles de usar.

El desafío para el Estado es que, en regiones como Durango, este lavado no solo enriquece a los cárteles: también parece filtrarse hacia las propias arcas públicas.


Del cobro de piso a la licitación pública


El mecanismo no es nuevo, pero se ha perfeccionado. Todo comienza con la base del negocio criminal local: la extorsión.

  1. Cobro de pisoComerciantes, transportistas y empresarios pagan cuotas obligatorias a grupos criminales como los Cabrera Sarabia. Los montos varían, pero en conjunto representan millones de pesos mensuales.

  2. Empresas fachadaEse dinero se canaliza hacia compañías registradas formalmente: constructoras, gasolineras, proveedurías. Muchas veces, estas empresas existen solo en papel, pero con escrituras, domicilios fiscales y accionistas “limpios”.

  3. Contratos infladosLas empresas fachada participan en licitaciones públicas estatales y municipales. Aunque carezcan de experiencia, ganan concursos de obras o servicios con presupuestos inflados.

  4. Pagos oficialesEl gobierno transfiere los recursos como si fueran operaciones legítimas. Lo que comenzó como dinero sucio de extorsión se convierte en un pago limpio del Estado.


El ejemplo de las constructoras fantasma


El caso de las constructoras es emblemático. En Durango, empresarios locales denuncian que proyectos de obra pública son adjudicados a compañías desconocidas que no tienen maquinaria ni empleados, pero aparecen vinculadas a personajes cercanos a los Cabrera Sarabia.


Un contratista que pidió anonimato lo explica con claridad:“De la noche a la mañana aparecen constructoras que nadie conoce, ganan licitaciones millonarias y después subcontratan a las de siempre, quedándose con una tajada enorme. Todos sabemos quién está detrás, pero nadie lo dice en voz alta.”

Ese dinero, ya “lavado”, se reinyecta en la economía local o, peor aún, termina reforzando el presupuesto público destinado a programas sociales.


El ciclo perverso


La hipótesis más inquietante es que el dinero criminal no solo se blanquea, sino que vuelve a alimentar la política social del gobierno.

  • El narco extorsiona.

  • Lava el dinero a través de empresas fachada.

  • Esas empresas reciben contratos inflados del gobierno.

  • El dinero regresa al sistema público.

  • Parte de ese flujo termina financiando los programas sociales.

Así, los mismos recursos que nacieron de la violencia y el miedo en una tienda de barrio, terminan en tarjetas oficiales de becas o pensiones.


El caso Veracruz como antecedente


Aunque la Comarca Lagunera es hoy un foco de sospecha, los mecanismos no son exclusivos de Durango. En Veracruz, durante la administración de Javier Duarte, se descubrió una red de más de 400 empresas fantasma que recibían contratos millonarios sin proveer servicios reales.

Los recursos públicos desaparecían en un agujero negro, y muchas de esas compañías estaban vinculadas a operadores políticos y, según versiones locales, a estructuras criminales.

El patrón es idéntico: dinero sucio que pasa por empresas fachada, contratos públicos inflados y reinserción en el sistema financiero como capital legítimo.


El Estado como lavadora


Lo que debería ser el freno al lavado se convierte, en la práctica, en la lavadora principal. El gobierno no solo tolera el mecanismo, sino que, mediante licitaciones simuladas y contratos dirigidos, lo legitima.

Un analista de seguridad lo resume así:“El crimen organizado ya no necesita bancos internacionales para lavar dinero. Tiene algo más eficaz: al propio Estado. Una vez que una empresa fachada recibe un contrato público, ese dinero es intocable.”


El blindaje de la impunidad


¿Por qué nadie investiga?La respuesta está en la complicidad estructural. Si las empresas fachada están ligadas a grupos criminales, pero también a operadores políticos locales, perseguirlas implicaría desmontar redes de financiamiento electoral.

En lugar de hacerlo, se prefiere mirar hacia otro lado. Los informes de auditorías estatales suelen señalar irregularidades, pero rara vez derivan en procesos judiciales.


El dinero que regresa disfrazado


El mecanismo del lavado invisible es tan eficiente que borra las huellas de origen. Lo que empezó como un billete manchado de sangre en la caja de un comerciante extorsionado, termina como un depósito impecable en la cuenta de un programa social.

Ese círculo perverso no solo fortalece al crimen organizado, también contamina la legitimidad de la política social. El gobierno puede presumir que reparte bienestar, pero no puede garantizar que ese dinero no provenga, en parte, del mismo crimen que dice combatir.


Capítulo VI: Programas sociales bajo control criminal


El discurso oficial presenta a los programas sociales como la gran obra de un gobierno que “primero piensa en los pobres”. Millones de beneficiarios reciben cada mes depósitos en sus cuentas bancarias: adultos mayores, jóvenes estudiantes, madres solteras, campesinos.En el papel, es un mecanismo de inclusión. En la práctica, en regiones controladas por el crimen, los programas sociales se convierten en otro recurso más bajo dominio de los cárteles.


El beneficiario que nunca cobra completo


En comunidades de la Comarca Lagunera, beneficiarios de la Pensión para Adultos Mayores cuentan una historia que se repite en voz baja. Don Jaime, un campesino jubilado, recibe cada dos meses su depósito. Va al cajero, cobra el dinero y, de inmediato, debe entregar una parte a un “halcón” que lo espera afuera.“Es como pagar un impuesto”, dice resignado. “Ellos ya saben cuánto nos cae y cuánto tienen que llevarse. Si no pagas, la próxima vez no llegas vivo al cajero.”


Lo que debería ser un alivio se transforma en una carga más. El programa, financiado con dinero público, termina alimentando la liquidez de los grupos criminales.


Los jóvenes: entre beca y reclutamiento


El caso de las becas Benito Juárez y Jóvenes Construyendo el Futuro es aún más delicado. En colonias populares de Durango y Coahuila, jóvenes beneficiarios de estos apoyos aseguran que deben entregar una parte de su beca a la “organización” a cambio de “protección”.

El mecanismo es perverso:

  • El Estado entrega un apoyo mensual.

  • El cártel se queda con una parte como cuota.

  • El resto del dinero sirve para que el joven sobreviva en una economía devastada.

Pero, en muchos casos, ese mismo joven termina siendo reclutado por el cártel. Su beca deja de ser un incentivo para estudiar o trabajar y se convierte en la antesala de la criminalidad.


Un exbeneficiario lo confiesa:“Al principio nos dejaban la mitad de la beca. Después ya me ofrecieron trabajar con ellos. Dijeron: ‘¿Para qué vas a estudiar si con nosotros puedes ganar el triple?’ Y terminé metido en el jale.”


Las madres solteras y la cuota obligada


En colonias marginadas, mujeres que reciben apoyos sociales denuncian que son las más expuestas. Los grupos criminales saben quién cobra, cuánto cobra y en qué día.“Yo recibo lo de las becas para mis hijos, pero tengo que darles 200 pesos cada vez que voy al cajero. Si no lo hago, dicen que me lo van a descontar con algo peor. ¿Qué hago? Mejor pago y me callo,” relata una beneficiaria de Gómez Palacio.

El programa social se convierte, en la práctica, en un subsidio indirecto para el crimen organizado.


Control territorial: el otro rostro del bienestar

En zonas rurales, los cárteles no necesitan extorsionar directamente. Simplemente controlan el territorio y se aseguran de que los beneficiarios reconozcan su autoridad. En algunos pueblos, son los propios criminales quienes “supervisan” que las listas de beneficiarios se cumplan.El Estado aparece como un visitante ocasional; el cártel, en cambio, está presente todos los días.


Un líder comunitario en Durango lo explica con crudeza:“Aquí la gente le agradece más al narco que al gobierno. Porque sí, la beca llega, pero es el cártel el que dice quién la recibe y quién no. Si no estás en su lista, no cobras. Así de fácil.”


Colombia en los noventa: un espejo incómodo


Este fenómeno no es nuevo en América Latina. En los años noventa, en regiones de Colombia bajo control de las FARC, los recursos de programas sociales y de cooperación internacional eran capturados por la guerrilla. El Estado invertía, pero el control territorial lo ejercían otros.

México parece repetir el patrón: los programas sociales llegan, pero son los cárteles quienes deciden cómo se usan y quién se beneficia realmente.


El doble poder


En estas regiones, el ciudadano no responde solo al Estado, sino a una doble autoridad:

  • El gobierno federal, que deposita el dinero.

  • El cártel local, que regula su uso y cobra su cuota.

Este doble poder convierte al beneficiario en rehén de dos mundos que, en teoría, deberían ser opuestos pero que en la práctica se retroalimentan.


El bienestar bajo secuestro


Los programas sociales fueron diseñados para reducir la desigualdad y dar dignidad a los sectores más vulnerables. Pero en territorios bajo control criminal, han sido secuestrados.

En lugar de liberar a las comunidades del poder del narco, los programas terminan reforzando su dominio. El crimen cobra impuestos sobre el bienestar y, en algunos casos, utiliza los padrones de beneficiarios como herramienta de control social.

La gran paradoja es que, en estas zonas, el dinero del Estado no empodera a los pobres, sino a los cárteles.



Capítulo VII: El silencio de los gobiernos locales


La expansión del crimen organizado en regiones como Durango, Coahuila o Zacatecas no podría entenderse sin la actitud de las autoridades estatales y municipales. Más allá del discurso oficial, lo que predomina en el terreno es un silencio ensordecedor.

La pregunta inevitable es: ¿ese silencio obedece al miedo o a la complicidad?

El miedo: gobiernos sitiados por el narco


En municipios de la Comarca Lagunera, los presidentes municipales gobiernan bajo una sombra permanente. No son ellos quienes controlan las calles, ni la policía local, ni siquiera las aduanas informales que marcan quién entra y quién sale de cada pueblo.

Un exalcalde de Durango, entrevistado bajo condición de anonimato, lo admite con franqueza:“Uno sabe con quién se está metiendo. No puedes enfrentarlos porque no tienes con qué. Si ordenas operativos, se te voltean la policía y el ejército tarda semanas en llegar. Mejor no te metes, mejor callas.”


Ese miedo se traduce en gobiernos paralizados, que evitan confrontar a los grupos criminales y terminan administrando apenas lo indispensable para no incomodar.


La complicidad: cuando el silencio es negocio


Pero no todo es miedo. En múltiples casos, el silencio es también complicidad. Grupos como los Cabrera Sarabia han aprendido a insertarse en la política local mediante financiamiento de campañas.

La lógica es sencilla:


  • Un candidato recibe apoyo económico del grupo.

  • Gana la elección.

  • Durante su administración, se asegura de no investigar ni confrontar al grupo que lo apoyó.

  • A cambio, los contratos públicos y las licitaciones se reparten entre empresarios afines al cártel.


Así, la complicidad se disfraza de “gobernabilidad”.

Un analista de seguridad en Torreón lo describe con crudeza:“No es que el narco controle a todos los políticos. Es que controla a los necesarios: al que decide las obras, al que firma los contratos, al que nombra al jefe de policía. Con tres personas en el bolsillo, el cártel domina todo un municipio.”


El caso Durango: un secreto a voces


En Durango, la figura de los Cabrera Sarabia es omnipresente. Nadie los nombra en público, pero todos los mencionan en privado. La narrativa repetida en pasillos políticos es que el grupo tuvo un papel en la elección del actual gobernador.


Un periodista local lo explica con resignación:“Aquí todos sabemos que el gobernador no llegó solo. Hubo respaldo de sectores empresariales, pero también del grupo. Y lo único que pide ese grupo a cambio es impunidad. No lo toques, y te dejará gobernar.”

Ese pacto tácito permite a los criminales operar con tranquilidad mientras el gobierno presume estabilidad y programas sociales.


El rol de la policía local


La policía municipal, primera línea de defensa en cualquier ciudad, suele ser la más infiltrada. Mal pagados, mal equipados y vulnerables a las amenazas, muchos elementos terminan trabajando como informantes de los cárteles.


En Gómez Palacio, un exagente relata:“Sabíamos quién mandaba en cada colonia. Si recibíamos un reporte, lo primero que hacíamos era avisar al jefe del grupo. No podíamos entrar a una zona sin su permiso. Nosotros no éramos la autoridad, éramos los mensajeros.”


La simulación del Estado


Cuando la violencia alcanza picos insostenibles, los gobiernos locales suelen pedir refuerzos federales. Llegan tropas del ejército o la Guardia Nacional, se instalan retenes, se hacen patrullajes. La presencia militar calma momentáneamente el escenario, pero el trasfondo no cambia.


Al cabo de unas semanas, los efectivos se retiran y el poder territorial regresa al cártel. El Estado aparece como un visitante temporal; el grupo criminal, en cambio, es el residente permanente.


El costo del silencio


La inacción de los gobiernos locales tiene un precio alto:

  • Los empresarios se convierten en tributarios del narco.

  • Los programas sociales se distorsionan en territorios controlados.

  • Los ciudadanos pierden la confianza en las instituciones.

Al final, el silencio se traduce en un círculo de impunidad que beneficia a todos menos a la población: los políticos conservan el poder, los cárteles operan sin estorbos y el pueblo paga la factura.


El silencio como política de Estado


En regiones como la Comarca Lagunera, el silencio ya no es una estrategia ocasional: se ha convertido en una política no escrita. Los gobiernos locales callan, simulan y administran lo mínimo, mientras el crimen controla la vida real.

El dilema —miedo o complicidad— se vuelve irrelevante cuando el resultado es el mismo: un Estado que abdica de su soberanía en beneficio de los grupos criminales.



Capítulo VIII: La política social como estrategia electoral


Los programas sociales en México han sido presentados como una política de justicia redistributiva. El discurso oficial asegura que se trata de devolver al pueblo lo que le pertenece. Pero detrás de esa narrativa, los apoyos económicos funcionan como un instrumento electoral: una red clientelar que asegura votos, lealtades y control político.

Y en un país donde los recursos públicos escasean y los grupos criminales ejercen poder territorial, el asistencialismo se convierte en un terreno fértil para la penetración del dinero sucio.


El origen del clientelismo social


El uso político de programas sociales no es nuevo. En los años setenta, el PRI creó la CONASUPO y los desayunos escolares como herramientas de control comunitario. En los noventa, el programa Progresa (luego Oportunidades y después Prospera) se consolidó como modelo de transferencias condicionadas.

En todos los casos, los apoyos no solo buscaban aliviar la pobreza, sino garantizar la fidelidad política de millones de familias.


La diferencia es que, en la actualidad, el asistencialismo se ha convertido en el pilar central de legitimidad del gobierno federal. Nunca antes tantos recursos se destinaron directamente a los bolsillos de los ciudadanos, sin condicionamientos formales, pero con un trasfondo político evidente.


Los números detrás de la política social


En 2024, el presupuesto destinado a programas sociales superó los 600 mil millones de pesos. Esta cifra, inédita, representa más que el gasto en salud y seguridad pública combinados.


Los principales programas —pensiones para adultos mayores, becas Benito Juárez y Jóvenes Construyendo el Futuro— llegan a más de 25 millones de beneficiarios.

Cada uno de ellos es, en la práctica, un voto potencial.


El adelanto electoral


La coincidencia entre periodos electorales y entregas adelantadas de programas sociales ha sido documentada en diversas entidades. En campañas estatales y federales, los apoyos suelen adelantarse con el argumento de “no interferir en las elecciones”.

El efecto es obvio: en el momento de decidir su voto, el beneficiario tiene fresco en la memoria el depósito recibido.

Un analista político en Durango lo resume así:“El programa social es la mejor propaganda electoral: no es un spot en la televisión, es dinero en tu bolsillo.”


El papel del narco en el clientelismo


La infiltración criminal complica aún más el panorama. En zonas bajo control de cárteles, los programas sociales no solo garantizan votos para el partido en el poder: también fortalecen la capacidad de los grupos criminales de ejercer control sobre la población.

Un líder comunitario en Coahuila lo explica en voz baja:“Aquí la gente sabe que si no vota por el partido correcto, puede perder la beca. Y si además el cártel te dice que votes de cierta manera, ¿qué opción tienes?”

Así, los programas sociales se convierten en un doble mecanismo de control: por parte del Estado y por parte del crimen organizado.


Los operadores políticos


En cada estado existen operadores que gestionan los padrones de beneficiarios. Son ellos quienes determinan quién entra y quién se queda fuera. En teoría, el proceso es transparente y federalizado; en la práctica, los testimonios señalan que la inclusión en los padrones depende muchas veces de lealtades políticas y territoriales.

Un exservidor de la nación en Durango lo confiesa:“Nos decían a quién meter y a quién no. Y si en una colonia había presencia del grupo, pues se negociaba con ellos. No era opcional, era parte del trabajo.”


De política social a estrategia de supervivencia


La gran paradoja es que, mientras el Estado presume haber priorizado a los más pobres, los programas sociales terminan siendo la base de su propia supervivencia política.

Sin ellos, el gobierno perdería legitimidad en sectores clave del electorado. Con ellos, asegura un piso mínimo de apoyo que resiste incluso las crisis económicas y de seguridad.


El costo oculto


Pero ese modelo tiene un costo:

  • Desfinancia sectores críticos como salud y educación.

  • Profundiza la dependencia clientelar de millones de ciudadanos.

  • Abre la puerta a la infiltración criminal en el manejo de padrones y recursos.

En última instancia, la política social mexicana deja de ser un instrumento de bienestar y se convierte en un sistema de control electoral sostenido, en parte, por dinero oscuro.

Conclusión: el voto financiado con miedo

El voto en México ya no se compra con despensas, como en los años noventa. Hoy se compra con depósitos bancarios y tarjetas oficiales.

Pero en las regiones bajo dominio criminal, esos depósitos son compartidos con los cárteles, que exigen su cuota. El resultado es un voto condicionado por dos poderes: el del Estado que deposita y el del narco que cobra.

En este escenario, la democracia mexicana se reduce a una paradoja: un sistema electoral financiado, indirectamente, por el crimen que el mismo gobierno promete combatir.



Capítulo IX: El costo geopolítico


La relación entre México y Estados Unidos siempre ha estado marcada por una contradicción fundamental: mientras Washington exige a su vecino del sur combatir al narcotráfico, también depende de que ese mismo país funcione como barrera de contención para la migración y el flujo de violencia hacia el norte.


En ese equilibrio precario, los programas sociales mexicanos han adquirido un papel inesperado: no solo sirven como pilar político interno, sino también como herramienta geopolítica tolerada —cuando no impulsada— por Estados Unidos.


Washington y su doble discurso


En público, las agencias estadounidenses presionan a México para capturar capos y desmantelar cárteles. El juicio del Chapo Guzmán en Nueva York y las extradiciones de capos de segundo nivel son muestras de esa presión.

Pero en privado, la prioridad de Estados Unidos no es el bienestar de México ni la derrota del crimen organizado. Su verdadero interés se resume en dos objetivos:


  1. Reducir el flujo de drogas sintéticas hacia su territorio.

  2. Contener la migración masiva en la frontera sur.


Todo lo demás es negociable.


Los programas sociales como barrera migratoria


Los grandes programas de transferencias en efectivo, especialmente en el sur de México y en Centroamérica, cumplen una función que Washington observa con beneplácito: frenan parcialmente la migración.


La lógica es clara: si un joven en Chiapas, Oaxaca o Guatemala recibe un ingreso mínimo mensual, es menos probable que decida emprender el viaje hacia Estados Unidos.

Por ello, mientras el gobierno mexicano destina miles de millones a su política social, la administración estadounidense guarda silencio frente a las inconsistencias financieras. No cuestiona de dónde proviene el dinero ni si parte de esos recursos están contaminados por el crimen. Lo importante es que cumplan con su función de contención.


Narco y geopolítica: la tolerancia selectiva


En el terreno del narcotráfico, la posición estadounidense es igual de ambigua. Mientras exige extradiciones y golpes mediáticos —como la recaptura de Ovidio Guzmán en 2023—, tolera que grupos criminales locales sigan operando siempre que no desborden el negocio hacia el norte.


Esto explica por qué células como los Cabrera Sarabia pueden crecer en la Comarca Lagunera sin atraer la misma presión internacional que el Cártel de Sinaloa o el CJNG. Mientras su influencia se mantenga “local” y no amenace el equilibrio regional, Washington no interfiere.


La agenda bilateral bajo la mesa


México y Estados Unidos mantienen una agenda oficial de cooperación en seguridad: intercambio de inteligencia, operativos conjuntos, capacitaciones. Pero bajo la mesa, ambos gobiernos entienden que el combate frontal al narcotráfico es inviable.

Un diplomático mexicano lo reconoce en privado:“A Estados Unidos no le interesa que destruyamos a los cárteles, porque saben que eso generaría un vacío aún más violento. Lo que quieren es control. Y si ese control implica tolerar la penetración criminal en la política social, prefieren mirar hacia otro lado.”


El bienestar como moneda diplomática


En este contexto, los programas sociales se convierten en una especie de moneda diplomática. México presume que su inversión social reduce la presión migratoria; Estados Unidos responde con silencio frente a los déficits fiscales y las sospechas de financiamiento ilícito.


La narrativa funciona para ambos gobiernos: uno presume justicia social, el otro presume reducción migratoria. Nadie cuestiona si parte de ese bienestar está manchado por dinero criminal.


El costo oculto


La consecuencia de este pacto implícito es grave: al privilegiar la estabilidad geopolítica sobre la transparencia financiera, ambos países aceptan un modelo en el que el crimen organizado puede insertarse sin freno en la política pública.

Estados Unidos recibe menos migrantes y golpes simbólicos contra capos. México conserva legitimidad interna con su política social. Pero los grupos criminales obtienen la mayor ganancia: un entorno en el que su dinero se blanquea y se recicla sin obstáculos.


Conclusión: la frontera como línea de negociación


Al final, el verdadero campo de batalla no está en Durango, Culiacán o Michoacán. Está en la frontera con Estados Unidos.

Mientras México cumpla su rol de muro migratorio y administrador de un crimen “contenible”, Washington seguirá tolerando la ambigüedad. Y en ese juego, los programas sociales seguirán siendo intocables, aunque detrás de ellos corra un río de dinero oscuro.



Capítulo X: El lado oscuro del bienestar

En la superficie, México vive una de las expansiones más grandes de programas sociales en su historia. Millones de adultos mayores, jóvenes, madres solteras y campesinos reciben cada mes un apoyo directo del Estado. El gobierno presume que nunca antes los más pobres habían sido prioridad.

Pero detrás de esa narrativa de justicia social se esconde una paradoja inquietante: el país que reparte dinero a manos llenas es el mismo que arrastra deudas impagables, empresas estatales quebradas y hospitales sin medicinas. Y en medio de ese desequilibrio, el crimen organizado se ha insertado como un actor invisible que, de manera indirecta, podría estar financiando —y beneficiándose— de la política social.


El Estado quebrado


Las cifras son contundentes: Pemex, la empresa más endeudada del mundo; CFE, en números rojos; el sector salud, en crisis permanente; proveedores privados que acumulan meses, incluso años, sin recibir pago.

Mientras tanto, los programas sociales nunca fallan. Puntuales, constantes, expansivos. La contradicción es tan evidente que no puede explicarse solo con “austeridad republicana”.


La herencia narco en la política


Durante décadas, capos como Guzmán Loera y Zambada inyectaron dinero en campañas, compraron protección y se convirtieron en financiadores ocultos de la política mexicana. Hoy, con esos viejos patrones encarcelados, debilitados o en negociación con Estados Unidos, la red de financiamiento se transformó en un mosaico de grupos locales con poder regional.


El caso de los Cabrera Sarabia en la Comarca Lagunera es apenas un ejemplo: un grupo criminal que pasó de ser subordinado del Cártel de Sinaloa a convertirse en actor político y económico local, con sospechas de haber influido en elecciones estatales.


El ciclo perverso del lavado


La ruta del dinero sigue un patrón predecible:

  • El cártel cobra piso y extorsiona.

  • Ese dinero fluye a empresas fachada.

  • Las empresas ganan contratos públicos.

  • El Estado paga con dinero limpio.

  • Los recursos terminan en presupuestos sociales.

De esta forma, el narco no solo lava dinero: lo recicla en la maquinaria política del bienestar.


Programas sociales bajo secuestro


En las regiones controladas por cárteles, los beneficiarios no son ciudadanos libres. Son tributarios de un doble poder: el del Estado que deposita y el del grupo criminal que cobra.

Adultos mayores que entregan parte de su pensión en efectivo a sicarios locales; jóvenes becarios que terminan reclutados; madres solteras que pagan cuotas obligadas en cajeros. El crimen convierte la política social en un impuesto encubierto.


El silencio de los gobiernos


Los gobiernos locales saben lo que ocurre. Pero callan. Algunos por miedo; otros por complicidad. En estados como Durango, la narrativa de que un grupo criminal “puso” al gobernador circula como un secreto a voces. La pasividad institucional es prueba de que los pactos —explícitos o implícitos— existen.


La geopolítica del bienestar


En este tablero, Estados Unidos juega un papel silencioso. Exige capturas espectaculares de capos y presión contra el fentanilo, pero al mismo tiempo observa con satisfacción cómo los programas sociales reducen la presión migratoria.

Para Washington, lo importante no es si el dinero está limpio o sucio, sino que los apoyos funcionen como barrera en la frontera sur.


La gran paradoja


El resultado es un modelo de país donde:

  • El gobierno reparte dinero que no tiene.

  • Los cárteles se benefician de ese dinero y, en algunos casos, lo reciclan hacia el propio Estado.

  • Los beneficiarios viven atrapados entre dos poderes que se disputan su lealtad.

  • Estados Unidos tolera el sistema mientras le sirva en su agenda.


La sombra sobre el bienestar


El “bienestar” mexicano está manchado por una sospecha ineludible: la de que parte de sus recursos provienen del mismo crimen que dice combatir.


Si es así, el modelo no solo es insostenible: es perverso. Porque en lugar de liberar a los más pobres, los convierte en engranajes de un sistema donde el narco y el Estado comparten, aunque no lo admitan, la misma base de financiamiento.

La pregunta final no es si el dinero del narco llega a la política social, sino qué tan profundo está ya insertado en el corazón mismo del proyecto de nación.



Epílogo: México, rehén de su propio sistema


Es día de entrega de apoyos en un pequeño municipio de la Comarca Lagunera. En la plaza central, decenas de beneficiarios esperan bajo un sol implacable. Funcionarios estatales, con chalecos del programa social, instalan mesas y altavoces. Hablan de “justicia social”, de “transformación” y de un gobierno que “piensa primero en los pobres”.


Las cámaras de la prensa local registran los discursos. Mujeres aplauden. Ancianos levantan las manos en señal de gratitud. Los altavoces anuncian que el dinero ya está en las cuentas.

Apenas a tres cuadras de distancia, otra escena ocurre en silencio. Jóvenes armados, con gorras y radios, vigilan la salida de los cajeros. Cada beneficiario que cobra sabe que deberá entregar una parte. Algunos lo hacen sin protestar; otros lo disimulan como si fuera una “aportación voluntaria”. Todos entienden la regla: aquí nada es gratuito.

El Estado reparte, el crimen cobra.


Esa es la síntesis brutal de un país atrapado en una doble soberanía. Un México donde el gobierno presume el éxito de sus programas sociales mientras ignora que, en territorios enteros, el verdadero poder está en manos de grupos criminales que convierten el bienestar en un impuesto encubierto.


Los beneficiarios no distinguen ya entre uno y otro. Para ellos, el gobierno y el cártel son dos caras del mismo poder: uno deposita, el otro regula. Y en medio, la gente sobrevive.

Estados Unidos observa desde la distancia. Mientras los programas reduzcan la migración y los capos más visibles sean capturados, poco importa si parte de ese dinero proviene de extorsiones y empresas fachada. La geopolítica se alimenta del silencio.


En México, la política social se convirtió en una bandera electoral, pero también en un vehículo de penetración criminal. No es el crimen infiltrando al Estado ni el Estado sometiendo al crimen: es una simbiosis perversa en la que ambos conviven, se toleran y, a veces, se necesitan.


Al final, la gran pregunta sigue abierta:¿puede existir un verdadero bienestar cuando la línea entre el dinero limpio y el dinero manchado por la violencia se ha borrado?

Hasta que esa respuesta llegue, los cajeros seguirán repitiendo la escena: filas de beneficiarios con la tarjeta del gobierno en una mano y la sombra del crimen esperando a la vuelta de la esquina.

Un país que reparte bienestar con una mano y paga extorsión con la otra.Un país rehén de su propio sistema.


Nota metodológica


Este libro–reportaje es el resultado de un proceso de investigación que combinó fuentes documentales, entrevistas, análisis de datos públicos y observación en terreno.

No es un expediente judicial ni un informe gubernamental. Es una obra periodística que plantea preguntas a partir de indicios, testimonios y contextos que rara vez aparecen juntos en la narrativa oficial.


Fuentes documentales


Se revisaron informes oficiales de deuda y presupuesto, reportes de Pemex, CFE y la Secretaría de Hacienda, así como estadísticas de gasto social y seguridad pública. También se consultaron expedientes judiciales en México y Estados Unidos, declaraciones en juicios de capos y reportajes de medios nacionales e internacionales.


Testimonios


A lo largo del proceso se recopilaron testimonios de beneficiarios de programas sociales, exfuncionarios locales, analistas de seguridad, policías retirados y periodistas regionales. La mayoría solicitó anonimato, por razones obvias: el riesgo de hablar de estos temas en territorios controlados por el crimen organizado es demasiado alto.


Observación en campo


La reconstrucción de escenas —como las filas en cajeros o el control de padrones— se basó en visitas a comunidades de la Comarca Lagunera y entrevistas con habitantes que describieron la dinámica cotidiana entre Estado y crimen.


Hipótesis, no acusaciones


Es fundamental subrayar que este libro no afirma como hechos consumados lo que aquí se plantea. El objetivo es abrir hipótesis de investigación periodística: escenarios posibles que surgen al cruzar datos económicos, antecedentes criminales y dinámicas sociales.

La sospecha central —que dinero del crimen organizado pueda, indirectamente, insertarse en los programas sociales del gobierno— es un planteamiento construido con base en indicios y testimonios, no en pruebas judiciales concluyentes.


Limitaciones


El tema es, por naturaleza, opaco. Las finanzas públicas son incompletas, las estadísticas oficiales suelen estar maquilladas y los vínculos entre crimen y política se esconden tras pactos de silencio. Lo que aquí se presenta es un mosaico incompleto, pero revelador.


Razón de ser del libro


Este reportaje largo no pretende dar respuestas definitivas, sino plantear preguntas incómodas. En un país donde los discursos oficiales suelen repetirse sin cuestionamiento, el periodismo tiene la tarea de encender alarmas.

Si este libro logra que el lector se pregunte de dónde sale el dinero, quién controla realmente los programas sociales y qué papel juegan los cárteles en la política mexicana, habrá cumplido su objetivo.












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